En un medio día de fin de primavera
tuve un sueño como una fotografía.
Vi a Jesucristo descender a la tierra.
tuve un sueño como una fotografía.
Vi a Jesucristo descender a la tierra.
Vino por la ladera de un monte
hecho niño de nuevo
a correr y a revolcarse por la hierba
y a arrancar flores para tirarlas luego
y a reírse de modo que lo escuchen desde lejos.
Había huido del cielo.
Era demasiado nuestro para fingirse
la segunda persona de la Trinidad.
En el cielo era todo falso, todo en desacuerdo
con las flores y los árboles y las piedras.
En el cielo tenía que que estar siempre serio
y de vez en cuando volverse otra vez hombre
y subir a la cruz, y estar siempre muriendo
con una corona completamente rodeada de espinas
y los pies atravesados por un clavo con cabeza,
y hasta con un trapo alrededor de la cintura
como los negros de las ilustraciones.
Ni siquiera le dejaban tener padre y madre
como los otros niños.
Su padre era dos personas:
un viejo llamado José, que era carpintero.
y que no era su padre;
y el otro padre era una paloma estúpida,
la única paloma fea del mundo
porque no era del mundo ni era paloma.
Y su madre no había amado antes de tenerlo.
No era mujer: era una maleta
en la que había venido del cielo.
Y querían que él, nacido sólo de madre
y sin un padre al que amar con respeto,
predicase la bondad y la justicia.
Un día que Dios estaba durmiendo
y el Espíritu Santo andaba volando,
él fue a la caja de los milagros y robó tres.
Con el primero hizo que nadie supiera que había huido.
Con el segundo se hizo eternamente humano y niño.
Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz
y lo dejó clavado en la cruz que hay en el cielo
y sirve de modelo a las otras.
Después huyó hacia el sol
y descendió por el primer rayo que encontró.
Hoy vive en mi aldea conmigo.
Es un niño de risa bonita y natural.
Se limpia la nariz con el brazo derecho,
chapotea en los charcos de agua,
recoge flores, las disfruta y después las olvida.
Les tira piedras a los burros,
roba fruta en las plantaciones
y huye llorando y gritando por los perros.
Y, porque sabe que a ellas no les gusta
y que a todos les hace gracia,
corre detrás de las muchachas
que van en grupo por los caminos
con tinas de agua en las cabezas
y les levanta las faldas.
A mi me enseñó todo.
Me enseñó a observar las cosas.
Me señala todas las cosas que hay en las flores.
Me muestra lo graciosas que son las piedras
cuando uno las tiene en la mano
y las observa lentamente.
Me habla muy mal de Dios.
Dice que es un viejo estúpido y enfermo,
siempre escupiendo en el suelo
y diciendo indecencias.
La Virgen María pasa las tardes de la eternidad haciendo calceta.
Y el Espíritu Santo se rasca con el pico,
se pavonea subido en las sillas y las ensucia.
En el cielo todo es estúpido, como en la Iglesia Católica.
Me dice que Dios no entiende nada
de las cosas que creó
-si es que él las creó, que lo dudo-.
Él dice, por ejemplo, que los seres cantan su gloria,
pero los seres no cantan nada.
Si cantaran serían cantores.
Los seres existen y nada más
y por eso se llaman seres.
Y después, cansado de hablar mal de Dios,
el Niño Jesús se me duerme en los brazos
y en brazos lo llevo para casa.
Vive conmigo en mi casa en medio de la colina.
Él es el Niño Eterno, el dios que faltaba.
Él es lo humano natural,
es lo divino que sonríe y juega.
Y por eso sé con toda certeza
que él es el Niño Jesús verdadero.
Y el niño tan humano que es divino
es ésta mi cotidiana vida de poeta,
y es porque anda siempre conmigo que soy poeta siempre.
Y que mi más mínima mirada
me llena de sensación,
y el más pequeño sonido, sea de lo que sea,
parece hablar conmigo.
El Niño Nuevo que habita donde vivo
me da una mano a mí
y la otra a todo lo que existe.
Y así vamos los tres por el camino venidero,
saltando y cantando y riendo
y gozando de nuestro secreto común
que es el de saber por todas partes
que no hay misterio en el mundo
y que todo vale la pena.
El Niño Eterno me acompaña siempre.
La dirección de mi mirada es su dedo señalando.
Mi oído atento alegremente a todos los sonidos
son las cosquillas que él me hace, jugando, en las orejas.
Nos llevamos tan bien el uno con el otro
en compañía de todo
que nunca pensamos el uno en el otro,
pero vivimos los dos juntos
en un acuerdo íntimo
como la mano derecha con la izquierda.
Al anochecer jugamos a las cinco piedrecitas
en el escalón de la puerta de casa,
serios como corresponde a un dios y a un poeta,
y como si cada piedra
fuese todo un universo
y fuera por eso un gran peligro para ella
dejarla caer al suelo.
Después yo le cuento historias de las cosas de los hombres
y él sonríe, porque todo es increíble.
Se ríe de los reyes y de los que no son reyes,
y siente pena al oír hablar de las guerras,
y de los negocios, y de los navíos
que dejan humo en el aire de altamar.
Porque él sabe que todo eso falta a aquella verdad
que una flor tiene al florecer
y que anda con la luz del sol
modificando los montes y los valles
y haciendo doler los ojos por la claridad de los muros.
Después él se adormece y yo lo acuesto.
Lo llevo en brazos para dentro de casa
y lo acuesto, desnudándolo lentamente
como siguiendo un ritual muy limpio
y del todo materno hasta que se queda desnudo.
Él duerme dentro de mi alma
y a veces despierta de noche
y juega con mis sueños.
Les da la vuelta patas para arriba,
pone unos encima de los otros
y aplaude solo
sonriéndole a mi sueño.
Cuando yo muera, hijito,
sea yo el niño, el más pequeño.
Cógeme en brazos
y llévame dentro de tu casa.
Desviste mi ser cansado y humano
y acuéstame en tu cama.
Y cuéntame historias, si me despierto,
para que vuelva a dormirme.
Y dame sueños tuyos para jugar
hasta que nazca algún día
que tú sabes cuál es.
Ésta es la historia de mi Niño Jesús.
¿Por que razón que se sienta
no ha de ser más verdadera
que todo lo que los filósofos piensan
y todo lo que enseñan las religiones?
Alberto Caeiro (Fernando Pessoa)
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